Pocos secretos tan bien guardados como esta librería clandestina de
la colonia Condesa. Aunque es famosa entre bibliófilos y coleccionistas
de todo el mundo, ni siquiera sus vecinos sospechan dónde se alberga El
Burro Culto: en un amplio departamento que resguarda joyas
bibliográficas, ejemplares exclusivos y primeras ediciones autografiadas
por sus autores.
Toda ciudad respetable guarda un puñado de secretos. Secretos que sólo
se revelan a quien sabe leer entre líneas las historias y los
personajes que desfilan por sus calles. Ante esta casona de la colonia
Condesa, por ejemplo, la mayoría de los peatones pasan de largo. Nada
les dice esta fachada del siglo pasado, ni el restaurante de comida
corrida a un costado de la entrada o el patio central tapizado de hojas
secas. Seguirán con prisa su camino diario, imperturbables. El buen
lector, en cambio, el que ate con paciencia todos los cabos, se
encaminará corredor adentro. Descubrirá que detrás de uno de estos muros
cascados, al fondo, pasando una estatua rota y unas macetas
desperdigadas, se encuentra un tesoro invaluable.
En un país donde leer es supuestamente una actividad rara, cualquiera
diría que una librería clandestina, cerrada al público en general, es
un negocio condenado. Pocas personas saben que existe un lugar en donde
pueden encontrarse rarezas bibliográficas o libros tan codiciados como
primeras ediciones de Pedro Páramo autografiadas por Juan Rulfo. Menos
aún son los que conocen el camino hasta aquí.
El Burro Culto es una de las librerías más prestigiosas de la Ciudad
de México, pero ni siquiera los vecinos de esta vieja vecindad sospechan
que uno de los departamentos de la planta baja alberga una librería tan
selecta.
Los clientes, sin embargo, nunca faltan.
—Ayer vino Elena Poniatowska con unos amigos —cuenta Max Ramos, dueño
y guardián de El Burro Culto. Lo dice con un gesto imperturbable, como
si apenas le importara. Menciona a otros novelistas asiduos, pero de
inmediato aclara que los clientes más regulares no son los escritores
sino cierto tipo de lectores, aquellos que se han especializado en un
tema o han cruzado la delgada línea entre el gusto y la adicción:
bibliófilos consumados para quienes el libro es ya un vicio, un fetiche,
el objeto de su deseo.
Max presume con orgullo su refugio. Hace ya 12 años que este librero
con barba de candado y cabello oscuro concibió una librería donde los
clientes pudieran estar a solas, revisar los volúmenes con calma, tomar
un café o una copa de vino y conversar sin interrupciones. Un espacio
donde el objetivo fuera consentir al lector. Así lo dicen las puertas
intervenidas con pinturas llenas de motivos literarios, los títeres que
cuelgan de las vigas del techo, los innumerables detalles que sorprenden
en cada habitación. Después del recorrido de rigor, Max hace una pausa.
En su rostro aparece por primera vez una sonrisa.
Explica que sólo se puede entrar con cita previa. “Se llega sólo por
recomendación. No hay otra forma. Y pasa algo curioso: todos mis
clientes presumen mi librería, pero casi nunca comparten la dirección o
mi teléfono, son celosos”.
Librero desde hace 14 años, Max conoce su trabajo. “Hay muchas,
muchísimas maneras de leer, no sólo libros sino cualquier cosa”, dice.
Así como hay quien devora periódicos o quien lee algoritmos matemáticos,
el oficio de Max lo obliga a leer a los lectores, sus potenciales
clientes. Cualquiera que cruce el umbral de alguna de sus librerías será
sometido a una clasificación inmediata: “Allá va un Cortázar, ése de
allí es El Principito, el hombre gordo es un diccionario Larousse, ella es la Alicia de Lewis Carroll, éste es claramente un Dostoievski”.
Si el secreto se guarda bien, ¿cómo llegan entonces los nuevos clientes?
Antes de responder la pregunta, una mueca socarrona brota en la cara
del dueño de El Burro Culto. Se hunde en el sillón de piel al lado de su
escritorio y sus ojos se desorbitan, divertidos, al tiempo que junta
sus manos, en un gesto solemne. Parece recién salido de algún cuento de
Edgar Allan Poe. Da un sorbo largo a su café antes de revelar el truco:
“Todo lector es curioso por naturaleza y un buen lector hará lo
imposible por saciar su curiosidad”.
Max Ramos vivió sus primeros años en un mundo oscuro. Huérfano de
padre, su madre regenteó un prostíbulo durante mucho tiempo. No le
asustaba el crimen, la delincuencia lo seducía. Todavía recuerda con
cariño el viejo negocio de la carne y la violencia que conlleva: el
maltrato físico y los insultos a las mujeres que no cumplían con la
cuota, las noches largas en donde lo prohibido se exhibía con
desparpajo.
Hasta que la policía comenzó a perseguir a su familia. Mientras la
madre de Max huía de la justicia, él y sus seis hermanos fueron
inscritos en internados semi militarizados. Un cambio drástico. La
milicia, con su estricta —y diurna— disciplina, lo volvió huraño. Sólo
en la biblioteca se sentía a salvo. Nadie visitaba ese lugar lleno de
polvo, excepto un viejo misionero jesuita que pronto asumió la tarea de
enseñarle a leer y escribir a aquel candidato a rufián. “Yo era una
pequeña bestezuela. Si los libros no hubieran llegado a mí, seguro me
hubiera dedicado al vandalismo, al crimen”. La biblioteca, después de
que la hubo ordenado y limpiado, se convirtió en su guarida.
—Veía todo ese desorden y me desesperaba. El librero tiene que
entender que a los libros hay que doblegarlos —dice con la voz
endurecida. Su mano se cierra como si con el puño demostrara su
autoridad—. Porque sucede que los libros no se definen, andan saltando
de un tema a otro, jugando a que son ensayos y cuentos al mismo tiempo.
Como Borges, Max cree que “ordenar una biblioteca es ejercer de un
modo silencioso el arte de la crítica”. Un juez indulgente y cruel, un
domador, eso debe ser un librero. Porque los libros no sólo cambian de
sitio a cada tanto, como si tuvieran vida propia, sino que suelen ser
engañosos, aparentar más de lo que en realidad son, inflarse con las
modas editoriales. Max aún no sabía eso, pero su ruta ya empezaba a
dibujarse.
Al egresar del bachillerato se inscribió en la carrera de Literatura
Dramática y Teatro en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad Nacional Autónoma de México. La licenciatura lo ayudó a
volverse un lector aún más meticuloso y a emprender su primera aventura
comercial: vender revistas pornográficas a sus compañeros y maestros
para solventar sus estudios.
Pronto conocería el curioso mundo de las librerías de viejo y
entendería que en esta ciudad el reciclaje no es sólo una actividad
ecológica. Más que el número de impresiones, el mejor parámetro para
medir la trascendencia de un libro son las veces que éste cambia de
mano, a pesar de los años: “El mismo ejemplar de Pedro Páramo, por
contarte un caso, ha regresado más de cinco veces a mis librerías”,
asegura divertido.
Sólo después de aprender a juzgar y valorar los libros, clasificarlos
y darles un lugar en la historia, el librero entiende que su verdadera
labor, más allá del comercio, es resguardar el conocimiento. La fortuna
que se almacena aquí, en El Burro Culto, sería basura en manos de otros.
Son libros que deben mantenerse en perfecto estado hasta que encuentren
un nuevo y siempre temporal dueño, aunque nadie visite o pregunte por
ellos en décadas.
—Nuestro deber no es con los lectores, sino con los libros —dice Max y
enseguida explica que no le importa ser hostil con los clientes que no
le simpatizan, los que no tienen idea de por dónde comenzar a buscar—.
La gente a veces me pregunta: “¿Qué me recomienda?”… Yo no tengo por qué
recomendarle nada a nadie, es como hurgar en su ropa interior. “¡No sea
perezoso! ¡Haga la talacha! Ahí están los libros, vaya y vea qué
carajos le acomoda. Yo no soy ningún profesor, aprenda usted a
construirse a sí mismo”, les digo.
El techo está tapizado de fotografías, separadores, cuentas de banco y
recados inconclusos. Resulta fácil perderse horas mirando las postales,
las servilletas con frases sueltas, los boletos de avión que ahora
regocijan a los curiosos. El Hallazgo es la primera librería que abrió
Max Ramos. Ubicada en un pequeño local también en la colonia Condesa,
con una amplia selección de poesía y literatura hispanoamericana, en sus
40 metros cuadrados se levanta como una especie de museo de lo
cotidiano.
—Analizar esto debería ser una tarea para un sociólogo —comenta Max,
divertido de que cada una de sus librerías cuente con una personalidad
distinta—. Porque en los libros queda también registrada nuestra manera
de leer. Uno puede rastrear la historia entera de una persona analizando
su biblioteca.
A un obsesivo como él, le es fácil identificar si los libros que
llegan a sus manos fueron leídos por un adolescente, por un hombre
maduro o por una anciana. Los rastros de comida entre las páginas, la
conservación de las pastas, las frases subrayadas con pulso tembloroso o
firme son elementos que también pueden descifrarse como un texto
paralelo. Lo más valioso es lo que el libro guarda entre sus páginas: un
recibo del gas, una carta de amor, esas huellas que han sido fijadas al
techo o a los muebles de El Hallazgo.
Hace 14 años que Max inauguró esta librería. Con apenas 7 mil
volúmenes, su idea ya entonces era vender libros especializados. Estaba
entusiasmado. A los pocos días un reportero le pidió una entrevista. La
última pregunta fue contestada sin miedo y así fue publicada: “¿Cuáles
son los libros más valiosos que tienes y cuánto cuestan?”.
—Los primeros visitantes fueron los ladrones —se queja hoy, ya sin
pesadumbre—. Esa misma semana entraron a la librería. Se llevaron miles
de pesos en tesoros bibliográficos imposibles de recuperar.
No caería dos veces en el mismo error. Por eso la dirección de El
Burro Culto, donde ahora guarda sus reliquias más costosas, no es
pública y rehúye nombrar sus libros más raros: “Los libros más extraños
son los que aún no tengo, los que están perdidos y no he encontrado”,
evade. Sin embargo, accede a hablar de los que ya se han ido, los que ya
no resguarda.
—Un ejemplar de Cien años de soledad autografiado por su
autor (Gabriel García Márquez) puede venderse en 12 mil pesos, porque es
un libro muy apreciado. Pero sólo si está en buen estado. Si le falta
la portada, no importa que sea una primera edición, firmado y dedicado a
Octavio Paz, pierde el 90 por ciento de su valor.
Habla luego de un Tratado sobre el sable, escrito por Mariano Arista —ex presidente de México de 1951 a 1953— ilustrado con grabados muy detallados. O Cartas de un tipógrafo yanqui, que reproduce las notas del tipógrafo que editó, bajo amenaza de ser fusilado, la Carta de Independencia de Perú y la Constitución peruana en 1816. O un rarísimo ejemplar titulado Indumentaria mexicana,
el primer libro explicativo de la zona maya, escrito por un coronel
belga, con grabados de Antonio de Castañeda: “Sólo se imprimieron 200
ejemplares en el mundo. Uno era nuestro, fue vendido en 85 mil pesos”.
Fue posiblemente el sueño más extraño del que Max Ramos haya
despertado. En él, todo aparecía bajo colores fríos. Una llama verde
brillaba en el centro de la habitación. En medio del fuego, sin
consumirse, una persona leía de pie un libro con pastas gruesas. El
librero admiraba el gesto beatífico, la paz que emanaba de aquel lector
etéreo, pero cuando levantó los ojos de las páginas y lo miró de frente,
Max despertó de golpe.
Años después abrió la librería Jorge Cuesta en la colonia Juárez. En
el recinto, que hace tres años servía aún como refugio y templo a
gitanos católicos sin hogar, hoy se levantan enormes libreros. La
disposición ha sido respetada y se intenta conservar el carácter
religioso del lugar. Al centro, la escultura de un hombre en posición de
flor de loto que emerge de un libro gigante recibe a los visitantes.
—Es el hombre que soñé: San Librorio, el santo patrón de los libros y
protector de los lectores —explica Max y enseguida cuenta su historia—.
Creemos que la lectura es un acto sagrado. Por eso decidimos crear este
santo. Le mandamos hacer su estampa y tiene su propia oración, que
repartimos en las iglesias de la zona. Cada año, en el aniversario de la
librería, le hacemos una procesión y lo llevamos a recorrer el barrio.
Nuevamente, los libros aparecen como objetos de veneración. Si ellos
fueron los responsables de alejarlo de la vida del crimen, hoy no
encuentra nada extraño en rendirles tributo. Su vida está llena de
pequeños rituales alrededor de los volúmenes que resguarda. Asegura que
debajo de las duelas de El Burro Culto, la librería de la que se siente
más orgulloso, ha enterrado un baúl con los libros más importantes de la
literatura mexicana. Allí están, sellados herméticamente, dice,
primeras ediciones de novelas de Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Fernando
del Paso, Mariano Azuela y otros de sus favoritos. A un lado de su cava,
Max ha almacenado 10 novelas de escritores contemporáneos que piensa
leer hasta dentro de 15 años: “Para ver si con el tiempo, como el buen
vino, cobran mejor sabor”.
—¿Cómo te surtes de estos materiales sui generis? ¿Dónde los encuentras?
—Ya te lo dije: el librero no es mejor que un carnicero. Yo no soy un
samaritano para dar luces a los que están en la oscuridad —en el rostro
de Max se asoma una ligera soberbia. Sus labios, una línea recta, emiten
un suspiro como para subrayar el resto de su respuesta—. Si una viuda
me vende la biblioteca de su esposo en 500 pesos, yo no tengo porqué
quitarle su ropaje de ignorancia y explicarle que tiene una maravilla
que vale cien veces más de lo que me pide. Le doy sus 500 pesos y me
llevo todo.
Su materia prima es el conocimiento impreso, pero es la ignorancia de
la gente lo que permite que el negocio sea rentable. Los ejemplares
llegan solos: señoras que venden libros que ya no combinan con el color
de sus muebles, estudiantes necesitados que intercambian un lote entero
por un solo libro, personas despechadas que no quieren saber nada de su
ex pareja y se deshacen de malos recuerdos, caseros que incautan los
bienes de un huésped que no ha pagado la renta, hijos que heredan la
biblioteca familiar y no saben qué hacer con ella.
—Quien es buen lector quiere que sus libros sigan circulando, que no
terminen en la basura. En El Burro Culto tenemos dos clientes con
quienes hemos hecho un trato: ellos tienen derecho a llevarse hasta 10
libros por bimestre, sin pagar nada. La condición es que, al morir
ellos, toda su biblioteca sea resguardada aquí. Está por escrito.
Max piensa a menudo en su propia muerte. No quiere dejarle problemas a
nadie. Hace años que compró, con sus primeras ventas, los servicios de
una funeraria. Ya no le asusta la posibilidad de morir pero le preocupa
lo que suceda con su acervo. A sus 43 años, no tiene hijos a quienes
dejarlo. ¿Quién limpiará y ordenará todos estos libros?, ¿quién les dará
su valor justo?, se pregunta con la mirada desencajada. Toma uno de su
escritorio, lo hojea y se pierde unos segundos en sus páginas. Vuelve a
revisar quién hizo la traducción, el prólogo, el año y el lugar de
impresión. Con sólo pasear sus ojos por las letras su rostro se serena.
Suspira.
Afuera, en la ciudad, llueve sin tregua. El rumor del agua parece
también formar parte de un libro, el mejor de todos, aquel que Max se
empeña en encontrar antes de que el tiempo se le acabe.
Texto tomado de emeequis
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