sábado, 21 de septiembre de 2013

"El Burro Culto" librería que solo se accede por 'recomendación'

Pocos secretos tan bien guardados como esta librería clandestina de la colonia Condesa. Aunque es famosa entre bibliófilos y coleccionistas de todo el mundo, ni siquiera sus vecinos sospechan dónde se alberga El Burro Culto: en un amplio departamento que resguarda joyas bibliográficas, ejemplares exclusivos y primeras ediciones autografiadas por sus autores.

Toda ciudad respetable guarda un puñado de secretos. Secretos que sólo se revelan a quien sabe leer entre líneas las historias y los personajes que desfilan por sus calles. Ante esta casona de la colonia Condesa, por ejemplo, la mayoría de los peatones pasan de largo. Nada les dice esta fachada del siglo pasado, ni el restaurante de comida corrida a un costado de la entrada o el patio central tapizado de hojas secas. Seguirán con prisa su camino diario, imperturbables. El buen lector, en cambio, el que ate con paciencia todos los cabos, se encaminará corredor adentro. Descubrirá que detrás de uno de estos muros cascados, al fondo, pasando una estatua rota y unas macetas desperdigadas, se encuentra un tesoro invaluable.
En un país donde leer es supuestamente una actividad rara, cualquiera diría que una librería clandestina, cerrada al público en general, es un negocio condenado. Pocas personas saben que existe un lugar en donde pueden encontrarse rarezas bibliográficas o libros tan codiciados como primeras ediciones de Pedro Páramo autografiadas por Juan Rulfo. Menos aún son los que conocen el camino hasta aquí.
El Burro Culto es una de las librerías más prestigiosas de la Ciudad de México, pero ni siquiera los vecinos de esta vieja vecindad sospechan que uno de los departamentos de la planta baja alberga una librería tan selecta.

Los clientes, sin embargo, nunca faltan.

Ayer vino Elena Poniatowska con unos amigos —cuenta Max Ramos, dueño y guardián de El Burro Culto. Lo dice con un gesto imperturbable, como si apenas le importara. Menciona a otros novelistas asiduos, pero de inmediato aclara que los clientes más regulares no son los escritores sino cierto tipo de lectores, aquellos que se han especializado en un tema o han cruzado la delgada línea entre el gusto y la adicción: bibliófilos consumados para quienes el libro es ya un vicio, un fetiche, el objeto de su deseo.

Max presume con orgullo su refugio. Hace ya 12 años que este librero con barba de candado y cabello oscuro concibió una librería donde los clientes pudieran estar a solas, revisar los volúmenes con calma, tomar un café o una copa de vino y conversar sin interrupciones. Un espacio donde el objetivo fuera consentir al lector. Así lo dicen las puertas intervenidas con pinturas llenas de motivos literarios, los títeres que cuelgan de las vigas del techo, los innumerables detalles que sorprenden en cada habitación. Después del recorrido de rigor, Max hace una pausa. En su rostro aparece por primera vez una sonrisa.

Explica que sólo se puede entrar con cita previa. “Se llega sólo por recomendación. No hay otra forma. Y pasa algo curioso: todos mis clientes presumen mi librería, pero casi nunca comparten la dirección o mi teléfono, son celosos”.

Librero desde hace 14 años, Max conoce su trabajo. “Hay muchas, muchísimas maneras de leer, no sólo libros sino cualquier cosa”, dice. Así como hay quien devora periódicos o quien lee algoritmos matemáticos, el oficio de Max lo obliga a leer a los lectores, sus potenciales clientes. Cualquiera que cruce el umbral de alguna de sus librerías será sometido a una clasificación inmediata: “Allá va un Cortázar, ése de allí es El Principito, el hombre gordo es un diccionario Larousse, ella es la Alicia de Lewis Carroll, éste es claramente un Dostoievski”.

Si el secreto se guarda bien, ¿cómo llegan entonces los nuevos clientes?
Antes de responder la pregunta, una mueca socarrona brota en la cara del dueño de El Burro Culto. Se hunde en el sillón de piel al lado de su escritorio y sus ojos se desorbitan, divertidos, al tiempo que junta sus manos, en un gesto solemne. Parece recién salido de algún cuento de Edgar Allan Poe. Da un sorbo largo a su café antes de revelar el truco: “Todo lector es curioso por naturaleza  y un buen lector hará lo imposible por saciar su curiosidad”.

Max Ramos vivió sus primeros años en un mundo oscuro. Huérfano de padre, su madre regenteó un prostíbulo durante mucho tiempo. No le asustaba el crimen, la delincuencia lo seducía. Todavía recuerda con cariño el viejo negocio de la carne y la violencia que conlleva: el maltrato físico y los insultos a las mujeres que no cumplían con la cuota, las noches largas en donde lo prohibido se exhibía con desparpajo.

Hasta que la policía comenzó a perseguir a su familia. Mientras la madre de Max huía de la justicia, él y sus seis hermanos fueron inscritos en internados semi militarizados. Un cambio drástico. La milicia, con su estricta —y diurna— disciplina, lo volvió huraño. Sólo en la biblioteca se sentía a salvo. Nadie visitaba ese lugar lleno de polvo, excepto un viejo misionero jesuita que pronto asumió la tarea de enseñarle a leer y escribir a aquel candidato a rufián. “Yo era una pequeña bestezuela. Si los libros no hubieran llegado a mí, seguro me hubiera dedicado al vandalismo, al crimen”. La biblioteca, después de que la hubo ordenado y limpiado,  se convirtió en su guarida.

—Veía todo ese desorden y me desesperaba. El librero tiene que entender que a los libros hay que doblegarlos —dice con la voz endurecida. Su mano se cierra como si con el puño demostrara su autoridad—. Porque sucede que los libros no se definen, andan saltando de un tema a otro, jugando a que son ensayos y cuentos al mismo tiempo.
Como Borges, Max cree que “ordenar una biblioteca es ejercer de un modo silencioso el arte de la crítica”. Un juez indulgente y cruel, un domador, eso debe ser un librero. Porque los libros no sólo cambian de sitio a cada tanto, como si tuvieran vida propia, sino que suelen ser engañosos, aparentar más de lo que en realidad son, inflarse con las modas editoriales. Max aún no sabía eso, pero su ruta ya empezaba a dibujarse.

Al egresar del bachillerato se inscribió en la carrera de Literatura Dramática y Teatro en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. La licenciatura lo ayudó a volverse un lector aún más meticuloso y a emprender su primera aventura comercial: vender revistas pornográficas a sus compañeros y maestros para solventar sus estudios.

Pronto conocería el curioso mundo de las librerías de viejo y entendería que en esta ciudad el reciclaje no es sólo una actividad ecológica. Más que el número de impresiones, el mejor parámetro para medir la trascendencia de un libro son las veces que éste cambia de mano, a pesar de los años: “El mismo ejemplar de Pedro Páramo, por contarte un caso, ha regresado más de cinco veces a mis librerías”, asegura divertido.

Sólo después de aprender a juzgar y valorar los libros, clasificarlos y darles un lugar en la historia, el librero entiende que su verdadera labor, más allá del comercio, es resguardar el conocimiento. La fortuna que se almacena aquí, en El Burro Culto, sería basura en manos de otros. Son libros que deben mantenerse en perfecto estado hasta que encuentren un nuevo y siempre temporal dueño, aunque nadie visite o pregunte por ellos en décadas.

—Nuestro deber no es con los lectores, sino con los libros —dice Max y enseguida explica que no le importa ser hostil con los clientes que no le simpatizan, los que no tienen idea de por dónde comenzar a buscar—. La gente a veces me pregunta: “¿Qué me recomienda?”… Yo no tengo por qué recomendarle nada a nadie, es como hurgar en su ropa interior. “¡No sea perezoso! ¡Haga la talacha! Ahí están los libros, vaya y vea qué carajos le acomoda. Yo no soy ningún profesor, aprenda usted a construirse a sí mismo”, les digo.

El techo está tapizado de fotografías, separadores, cuentas de banco y recados inconclusos. Resulta fácil perderse horas mirando las postales, las servilletas con frases sueltas, los boletos de avión que ahora regocijan a los curiosos. El Hallazgo es la primera librería que abrió Max Ramos. Ubicada en un pequeño local también en la colonia Condesa, con una amplia selección de poesía y literatura hispanoamericana, en sus 40 metros cuadrados se levanta como una especie de museo de lo cotidiano.
—Analizar esto debería ser una tarea para un sociólogo —comenta Max, divertido de que cada una de sus librerías cuente con una personalidad distinta—. Porque en los libros queda también registrada nuestra manera de leer. Uno puede rastrear la historia entera de una persona analizando su biblioteca.
A un obsesivo como él, le es fácil identificar si los libros que llegan a sus manos fueron leídos por un adolescente, por un hombre maduro o por una anciana. Los rastros de comida entre las páginas, la conservación de las pastas, las frases subrayadas con pulso tembloroso o firme son elementos que también pueden descifrarse como un texto paralelo. Lo más valioso es lo que el libro guarda entre sus páginas: un recibo del gas, una carta de amor, esas huellas que han sido fijadas al techo o a los muebles de El Hallazgo.
Hace 14 años que Max inauguró esta librería. Con apenas 7 mil volúmenes, su idea ya entonces era vender libros especializados. Estaba entusiasmado. A los pocos días un reportero le pidió una entrevista. La última pregunta fue contestada sin miedo y así fue publicada: “¿Cuáles son los libros más valiosos que tienes y cuánto cuestan?”.

—Los primeros visitantes fueron los ladrones —se queja hoy, ya sin pesadumbre—. Esa misma semana entraron a la librería. Se llevaron miles de pesos en tesoros bibliográficos imposibles de recuperar.
No caería dos veces en el mismo error. Por eso la dirección de El Burro Culto, donde ahora guarda sus reliquias más costosas, no es pública y rehúye nombrar sus libros más raros: “Los libros más extraños son los que aún no tengo, los que están perdidos y no he encontrado”, evade. Sin embargo, accede a hablar de los que ya se han ido, los que ya no resguarda.

—Un  ejemplar de Cien años de soledad autografiado por su autor (Gabriel García Márquez) puede venderse en 12 mil pesos, porque es un libro muy apreciado. Pero sólo si está en buen estado. Si le falta la portada, no importa que sea una primera edición, firmado y dedicado a Octavio Paz, pierde el 90 por ciento de su valor.

Habla luego de un Tratado sobre el sable, escrito por Mariano Arista —ex presidente de México de 1951 a 1953— ilustrado con grabados muy detallados. O Cartas de un tipógrafo yanqui, que reproduce las notas del tipógrafo que editó, bajo amenaza de ser fusilado, la Carta de Independencia de Perú y la Constitución peruana en 1816. O un rarísimo ejemplar titulado Indumentaria mexicana, el primer libro explicativo de la zona maya, escrito por un coronel belga, con grabados de  Antonio de Castañeda: “Sólo se imprimieron 200 ejemplares en el mundo. Uno era nuestro, fue vendido en 85 mil pesos”.

Fue posiblemente el sueño más extraño del que Max Ramos haya despertado. En él, todo aparecía bajo colores fríos. Una llama verde brillaba en el centro de la habitación. En medio del fuego, sin consumirse, una persona leía de pie un libro con pastas gruesas. El librero admiraba el gesto beatífico, la paz que emanaba de aquel lector etéreo, pero cuando levantó los ojos de las páginas y lo miró de frente, Max despertó de golpe.

Años después abrió la librería Jorge Cuesta en la colonia Juárez. En el recinto, que hace tres años servía aún como refugio y templo a gitanos católicos sin hogar, hoy se levantan enormes libreros. La disposición ha sido respetada y se intenta conservar el carácter religioso del lugar. Al centro, la escultura de un hombre en posición de flor de loto que emerge de un libro gigante recibe a los visitantes.
—Es el hombre que soñé: San Librorio, el santo patrón de los libros y protector de los lectores —explica Max y enseguida cuenta su historia—. Creemos que la lectura es un acto sagrado. Por eso decidimos crear este santo. Le mandamos hacer su estampa y tiene su propia oración, que repartimos en las iglesias de la zona. Cada año, en el aniversario de la librería, le hacemos una procesión y lo llevamos a recorrer el barrio.

Nuevamente, los libros aparecen como objetos de veneración. Si ellos fueron los responsables de alejarlo de la vida del crimen, hoy no encuentra nada extraño en rendirles tributo. Su vida está llena de pequeños rituales alrededor de los volúmenes que resguarda. Asegura que debajo de las duelas de El Burro Culto, la librería de la que se siente más orgulloso, ha enterrado un baúl con los libros más importantes de la literatura mexicana. Allí están, sellados herméticamente, dice, primeras ediciones de novelas de Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Fernando del Paso, Mariano Azuela y otros de sus favoritos. A un lado de su cava, Max ha almacenado 10 novelas de escritores contemporáneos que piensa leer hasta dentro de 15 años: “Para ver si con el tiempo, como el buen vino, cobran mejor sabor”.


—¿Cómo te surtes de estos materiales sui generis? ¿Dónde los encuentras?
—Ya te lo dije: el librero no es mejor que un carnicero. Yo no soy un samaritano para dar luces a los que están en la oscuridad —en el rostro de Max se asoma una ligera soberbia. Sus labios, una línea recta, emiten un suspiro como para subrayar el resto de su respuesta—. Si una viuda me vende la biblioteca de su esposo en 500 pesos, yo no tengo porqué quitarle su ropaje de ignorancia y explicarle que tiene una maravilla que vale cien veces más de lo que me pide. Le doy sus 500 pesos y me llevo todo.



Su materia prima es el conocimiento impreso, pero es la ignorancia de la gente lo que permite que el negocio sea rentable. Los ejemplares llegan solos: señoras que venden libros que ya no combinan con el color de sus muebles, estudiantes necesitados que intercambian un lote entero por un solo libro, personas despechadas que no quieren saber nada de su ex pareja y se deshacen de malos recuerdos, caseros que incautan los bienes de un huésped que no ha pagado la renta, hijos que heredan la biblioteca familiar y no saben qué hacer con ella.

—Quien es buen lector quiere que sus libros sigan circulando, que no terminen en la basura. En El Burro Culto tenemos dos clientes con quienes hemos hecho un trato: ellos tienen derecho a llevarse hasta 10 libros por bimestre, sin pagar nada. La condición es que, al morir ellos, toda su biblioteca sea resguardada aquí. Está por escrito.
Max piensa a menudo en su propia muerte. No quiere dejarle problemas a nadie. Hace años que compró, con sus primeras ventas, los servicios de una funeraria. Ya no le asusta la posibilidad de morir pero le preocupa lo que suceda con su acervo. A sus 43 años, no tiene hijos a quienes dejarlo. ¿Quién limpiará y ordenará todos estos libros?, ¿quién les dará su valor justo?, se pregunta con la mirada desencajada. Toma uno de su escritorio, lo hojea y se pierde unos segundos en sus páginas. Vuelve a revisar quién hizo la traducción, el prólogo, el año y el lugar de impresión. Con sólo pasear sus ojos por las letras su rostro se serena. Suspira.

Afuera, en la ciudad, llueve sin tregua. El rumor del agua parece también formar parte de un libro, el mejor de todos, aquel que Max se empeña en encontrar antes de que el tiempo se le acabe.

Texto tomado de emeequis

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